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Diciembre de 2019 con la irrupción del SARS-Cov-2 quedará en la historia: nuestra vida cambió y el mundo mostró una nueva e indescifrable cara. Un rostro cubierto y los cuerpos sociales delimitados en sus acciones. El Poder del sistema político y una realidad enmascarada parecen haber llegado para establecerse de forma permanente. En esta nota se propone un recorrido histórico del uso de la ´máscara´ con valor de protección de la salud desde el siglo XIV a la actualidad. El uso de barbijo constituye hoy, como antaño, una de las medidas más generalizadas (a la vez que más resistidas) de prevención en el mundo y se ha integrado a este nuevo contrato social sanitario que se impone a los ciudadanos.

Un denominador común, ¡protección!
El SARS-CoV-2 ha puesto en evidencia la necesidad de un nuevo contrato social sanitario, que ya ha comenzado a afianzarse en las más variadas sociedades del mundo. Tal contrato incluye una serie de medidas entre las que se cuentan: el distanciamiento físico; las regulaciones y la restricción de circulación de las personas; la evitación de quebrar las ´burbujas´ entre los convivientes; el uso de alcohol en gel y otros desinfectantes; la ventilación cruzada en los transportes públicos, edificios y hogares; y el uso obligatorio de barbijo, este último quizá el más resistido de todos los mandatos, al menos en Occidente, donde hasta se han llegado a registrar quemas de barbijos en plazas públicas.
La pandemia nos develó una nueva realidad: debemos protegernos y es menester, entonces, utilizar tapaboca, barbijo, mascarilla o máscara médica. Nada nuevo bajo el Sol, ya que las primeras referencias de esta forma de protección se remontan al siglo XIV, precisamente entre 1346 y 1353, cuando en el corazón de Europa la población comenzaba a ser diezmada por la ´peste´.
Pues bien, ¿cómo el viejo continente se había visto expuesto a esta situación tan devastadora? La respuesta puede hallarse en el primer Imperio Mongol liderado por Gengis Kan, 100 años antes de la aparición de la peste en el corazón europeo. Por entonces, Kan, un virtuoso líder, había unificado las tribus nómades del norte asiático, para comenzar así su expansión territorial. Su poderío se propagó a extensas áreas de Europa y Asia. La clave del éxito: una nueva red de caminos, si se quiere, una trivialidad vista desde nuestros ojos hoy, pero toda una hazaña ante la inmensidad de sus conquistas. El gran Mongol murió en 1227, pero las redes de comunicación que había logrado establecer dieron inicio a una era de intercambio comercial abundante, rico y ambicioso. Infortunadamente, estos caminos no solo transportaron dinero, bienes e ideas, sino que también irradiaron enfermedades.
En 1337 una extraña patología estaba atacando algunas regiones de Asia: inflamación de los ganglios linfáticos, gangrena en las extremidades, fiebre incontrolable. Los cronistas de la época hablaron del enojo de Dios y el fin del mundo; por cierto, nada demasiado diferente a lo que estuvimos oyendo los últimos meses, ocho siglos después. Pero la verdadera causante había sido la bacteria Yersinia pestis y su principal reservorio… el roedor más común en toda ciudad, la rata. Años más tarde, y gracias a esas nuevas rutas comerciales, la mitad de la población europea ya había muerto.
Hacinamiento, pobreza, miseria, suciedad, ciudades en pleno crecimiento y colapso, la peste negra azotaba implacablemente en la Edad Media. El vector fue la pulga, que al picar trasmitía el virus a los seres humanos; pero con los años la enfermedad fue mutando hasta ya no requerir de ratas para expandirse. La afección “se encontraba en el aire”, la bacteria estaba presente en las gotas microscópicas de la tos, el estornudo, el habla, etc.
Los médicos de la época, con escasos conocimientos y llenos de miedo, hicieron su aparición con pavorosos atuendos, cual si fueran sacados de obras literarias escalofriantes. Máscaras con forma de pico, anteojos, guantes de cuero, abrigo, sombrero y una vara para poder tocar a los pacientes y padecientes. Ese atavío fue pensado por el médico francés Charles de Lorme, y constaba de una máscara llena de hierbas aromáticas y perfumes que evitaba respirar el hedor los cuerpos agonizantes. Desafortunadamente, esos atuendos nunca sirvieron de protección y los galenos, sin saberlo, lo único que lograban era transportar la bacteria de un paciente a otro. Ocurre que la teoría microbiana debió esperar hasta el siglo XIX para iluminar la verdadera razón de las enfermedades y así encontrar tratamientos con sustento científico.

Los médicos de la peste siguen siendo populares en la cultura mundial. Podemos encontrar referencias en portadas de discos, y en expresiones aún más populares, como los disfraces carnavalescos.

Encontramos las primeras referencias del uso del tapaboca, barbijo, mascarilla, máscara médica (cualquiera fuese su denominación) durante la epidemia de la gripe española*, pero su desarrollo y propuesta encontró sustento en la peste neumónica que azotó el norte de China en 1910. El médico Wu Lien-teh determinó que la enfermedad presente en la región era transmitida por el aliento. Y, tomando como base las máscaras quirúrgicas utilizadas en Europa, mejoró su diseño mediante el agregado de capas que servían como filtro. Es que ya a principios del siglo XX se había comprendido que el uso de las máscaras también protegía al paciente, puesto que si los profesionales de la salud tosían o estornudaban ponían en riesgo la vida de los enfermos cuando estaban en un quirófano.

El caso Japón
Durante la gripe española Japón experimentó 23 millones de contagios y 390 mil muertes sobre una población de 57 millones de habitantes. Así que como parte de un doloroso aprendizaje del ´más vale prevenir que curar´, la sociedad japonesa, desde ese momento, utiliza máscaras como medida de protección. Ahora bien, se impone que nos preguntemos ¿por qué los ciudadanos japoneses confiaron en las recomendaciones de aquellos años? La respuesta es simple, el país comenzaba a experimentar un proceso de industrialización y, consecuentemente, se afianzó la creencia en la ciencia secular como camino hacia el “progreso”. Desde ese entonces la mascarilla está fuertemente arraigada en la responsabilidad social del pueblo japonés.
En 2003, el síndrome respiratorio agudo severo (SRAS) llamó la atención del mundo, siendo Asia su epicentro. La letalidad predominó, pero Japón, otra vez, fue la excepción. El uso de la máscara resultó clave para evitar contagios. Con la aparición de la Covid-19 las políticas sanitarias japonesas no impusieron aislamientos estrictos sino que, una vez más, el factor clave fue el uso masivo de tapabocas. Y, por supuesto, la clave fue el cumplimiento a rajatabla de cada ciudadano japonés.
Así, por caso, Japón tiene en la actualidad una población de 127 millones de personas, aproximadamente, y los infectados por la Covid-19, al 29 de junio de 2021, fueron 798.485, con 14.689 fallecidos. “Siguiendo la ciencia desarrollada por expertos de renombre mundial, Japón ha podido evitar los peores efectos de la pandemia sin realizar confinamientos obligatorios. ¿Cómo lo hemos hecho? Sin duda, el cuidado médico de alta calidad —accesible a todos gracias al seguro universal de salud— ha ayudado. Los factores sociales y culturales también pudieron influir. Los japoneses suelen utilizar cotidianamente mascarillas para protegerse de alergias al polen y resfríos”, expresa Yasutoshi Nishimura, ministro de estado de Japón para la revitalización económica, y que es el ministro encargado de la respuesta ante la covid-19. Parece, entonces, que el cuidado de la salud propia y del prójimo forma parte, indiscutiblemente, del contrato social suscripto por los ciudadanos japoneses.

Como corolario: un arma oculta de Oriente contra la covid
En lo que sigue, tomamos en préstamo unas reflexiones que el licenciado en Comunicación y periodista Julián Varsavsky publicó recientemente***: “El uso del barbijo es paradigmático, un objeto occidental adaptado al este de Asia hace décadas. Se usa para autoprotección y, al mismo tiempo, no contagiar al otro un resfrío: estornudar en público es muy grosero en Japón. Al estallar la pandemia, chinos, taiwaneses, surcoreanos, vietnamitas y japoneses comenzaron a usarlo en masa, la totalidad de ellos”. Y podríamos aportar que continúan haciéndolo, a rajatabla; y que continuarán haciéndolo.
A lo que Varsasky propone que ha sido la potente efectividad del sentido del deber en la ética confuciana lo que parece estar jugando a favor en esos países. “Su arraigo es milenario como la aldea arrocera que lo prefiguró con el trabajo comunal. Por eso es tan difícil imitarlos. Sabemos que no hay culturas superiores: si por allá lejos van doblegando al virus, en algún momento lo tendríamos que poder lograr acá”.

 
Leonardo Santolini, miembro de la Subsecretaría de Comunicación y Cultura y del Equipo de gestión editorial de En Foco, Facultad de Farmacia y Bioquímica, Universidad de Buenos Aires.

Notas
* La gripe española (1918–1920) mató entre 20 y 50 millones de personas en todo el mundo según cálculos de la Organización Mundial de la Salud. El virus de la influenza H1N1 fue el responsable de fiebre elevada, dolor de oídos, cansancio corporal, diarrea, vómitos y por último, la muerte.
** https://datosmacro.expansion.com/otros/coronavirus/japon. Consulta: 1 de julio de 2021.
*** Varsavsky, Julián. “El arma oculta del Lejano Oriente contra la covid”. https://www.pagina12.com.ar/336041-el-arma-oculta-del-lejano-oriente-con…