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La costumbre de fijar el tejido de los anfibios en formol, sustancia decolorante si la hay, llevó a que los biólogos se tomaran un tiempo considerable en notar y analizar los fenómenos de pigmentación de los órganos internos de los anfibios anuros (sapos y ranas). Es notable que los dos trabajos de referencia sobre el asunto sean del siglo XX y que hayan sido escritos por investigadores argentinos.

El primer trabajo es “Biliverdinemia del sapo”, de J. Cabello Ruz del Instituto de Fisiología de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, publicado en 1943 en la Revista de la Sociedad de Biología (sociedad, como tantas cosas, fundada por Bernardo Houssay). El segundo trabajo es “Cloricia fisiológica en batracios anuros” del (también) médico, nacido en España pero radicado en el país Avelino Barrio, del Instituto de Microbiología Carlos Malbrán. Este trabajo fue publicado en la revista Physis, órgano de la Asociación Argentina de Ciencias Naturales (1965).

Barrio, cuya carrera curiosamente floreció en el área de la herpetología (rama de la biología dedicada al estudio de los anfibios y reptiles), analizó el tema de la pigmentación en su búsqueda de un carácter sistemático que permitiera avanzar en la clasificación de los batracios en el contexto del surgimiento de un nuevo sistema clasificatorio (la cladística, disciplina incipiente en aquellos años, que basa su método de taxonomía sistemática en la búsqueda de parentescos evolutivos por analogías de caracteres, reemplazando al antiguo paradigma de Linneo). Así, podemos considerar a Barrio, junto a su colega José María Gallardo y su maestro el gran Osvaldo Reig, como los introductores de la cladística en el país y entender el trabajo de Barrio en este contexto.

Algo más curiosa aún es la motivación del fisiólogo Cabello Ruz, aunque bien sabemos que los batracios (especialmente nuestro sapo común Buffo arenarum Hensel, amado, según la leyenda, por Houssay, al poseer sus mismas iniciales), es uno de los modelos animales ubicuos en la investigación médica. Buceando en las referencias de los trabajos de Cabello Ruz, encontramos al bioquímico alemán Max Rudolf Lemberg (Rudi para los amigos) y su equipo del Institute of Medical Research de Sydney (Australia), investigadores ocupados en aquel tiempo en desasnar el metabolismo de la hemoglobina, en particular del grupo hemo y los pigmentos biliares.

Los experimentos de Lemberg & Co. incluían a anfibios, mamíferos y aves y Cabello Ruz decidió agregar al pool de modelos animales al noble sapo criollo, al cual sometió a toda clase de injurias. Estas incluyeron la extirpación del hígado, la evisceración de otros órganos, la obstrucción de las vías biliares, la intoxicación con fenilhidrazina (que causa ruptura de glóbulos rojos) y tal vez alguna otra que no haya sido registrada. Al disminuir con la fenilhidrazina la concentración de hemoglobina, aumentaba la cantidad de pigmentos biliares, de un verde intenso que impregnaban el plasma y los tejidos, cuadro que Cabello Ruz denominó “cloricia”. El pigmento causante era biliverdina, sustancia conocida desde 1870 como la que aparece en los hematomas por ruptura de la hemoglobina (junto a la bilirrubina), y purificada y analizada químicamente por el propio Rudi Lemberg. Así Cabello Ruz aprendió a inducir este particular cuadro en el Buffo arenarum Hensel.

Volviendo al médico/herpetólogo Avelino Barrio, sabemos que ocupó su tiempo en analizar la pigmentación interna de los anuros, pero esta vez en estado normal (sin injuriar). Allí notó que algunos de ellos tenían cloricia de manera natural (no como nuestro sapo criollo a la cual hay que inducírsela). Teorizando sobre el potencial motivo de la coloración verde en los especímenes con cloricia, Barrio hacía referencia a la coloración verdosa de la dentadura que presentan ciertos niños que en su nacimiento han padecido ictericia (coloración amarilla causada generalmente por una dificultad hepática que provoca un aumento de la bilirrubina en sangre).

Claro está que no era muy factible que toda una familia de batracios poseyera un trastorno hepático que se transmitiera de generación en generación de manera natural y que no afectara en ningún modo aparente la vida funcional de los padecientes. Para solucionar este dilema, Barrio retomó un trabajo publicado por L.G. Israels y A. Zipurski de la canadiense Universidad de Winnipeg en 1962 (nada más y nada menos que en Nature) donde se describía un tipo de ictericia que no era causada por un mal funcionamiento hepático sino por una hiperactividad de la médula ósea.

Así, Barrio propuso como hipótesis de esta suerte de ictericia natural de los anuros una exacerbación anabólica del hemo, en analogía con la hiperbilirrubinemia descripta por Israels y Zipurski, aunque dejó su verificación para futuros trabajos. Es que el interés, como mencionamos más arriba, estaba en poder agrupar ciertas familias de ranas en una clasificación sistemática planteando la cloricia (hiperverdinemia fisiológica) como carácter a tal fin. Pues parece, entonces, que algunos anuros tienen ictericia naturalmente y otros son tan resistentes a esa condición que hay que someterlos a todo tipo de torturas para inducírsela (siendo mucho más sencillo en mamíferos y aves). Así de gaucho es nuestro ubicuo sapo común.

Lo más llamativo de toda la historia que contamos parece ser el hecho de que estos dos investigadores nacionales hayan trabajado sobre el mismo tópico (la cloricia en los anuros) con objetivos completamente distintos (en un caso, avanzar en la comprensión de los mecanismos de metabolización de la hemoglobina, en el otro conseguir un carácter sistemático para una clasificación taxonómica sistemática de ciertos anuros), y metodologías diferentes (en un caso interviniendo invasivamente sobre los especímenes a fin de inducir el cuadro de cloricia; en el otro, buscando la aparición de dicho cuadro de manera natural, y por ende genéticamente heredable).

En definitiva, vemos cómo Avelino Barrio utilizó al trabajo de su coterráneo J. Cabello Ruz con una finalidad disciplinar bastante diferente a la que el fisiólogo hubiese imaginado, lo que habla de esas permeaciones misteriosas de la ciencia pura por los poros de la historia, y a su vez, nos invita al ejercicio de soñar con los resultados futuros de nuestro trabajo toda vez que pisamos nuestros laboratorios. Es, claro, un ejercicio de ficción, si reconocemos que tales resultados son en la mayoría de los casos completamente impredecibles.

Dres. Lucía Federico y Leandro Giri
Federico integra el Centro de Estudios de Filosofía e Historia de la Universidad Nacional de Quilmes y Giri, la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico y es investigador del CONICET.